En los albores de la filosofía de Occidente se ubica una serie de pensadores de quienes nos separan ya más de dos mil quinientos años. Sus palabras han sido transmitidas por autores posteriores y llegan hasta nosotros en forma muy fragmentaria. Sin embargo, despertaron la atracción de poetas y pensadores de todas las épocas. Quien se acerca a estos textos antiquísimos experimenta una especie de fascinación: en las frases conservadas de Tales, Anaximandro y Anaxímenes, en los testimonios acerca de Pitágoras, en los sobrios versos de Jenófanes, en las condensadas y paradójicas sentencias de Heráclito, en las afirmaciones rotundas de Parménides sobre el Ser, en la lógica estricta de Zenón, en la genial poesía de Empédocles, en la intuición de Anaxágoras acerca del Noûs o en la reflexión ética de Demócrito, en todos esos textos venerables, pertenecientes a autores que ejercieron una enorme influencia en la historia del pensamiento universal, está latente un cosmos, un mundo espiritual rico en sugerencias y capaz de estimular –aún hoy– la inteligencia del hombre contemporáneo.