Sin que nos demos cuenta, nuestra especie ha pasado de habitar cada rincón de la Tierra, inmersa en la naturaleza, a vivir en una parte verdaderamente ínfima de las tierras emergidas del planeta: la ciudad. Una revolución sólo comparable a la transición de cazadores-recolectores a agricultores que se produjo hace 12.000 años. Es cierto que en términos de acceso a los recursos, eficiencia, defensa y difusión de las especies esta transformación es ventajosa. Pero también nos expone a un riesgo terrible. Nuestro éxito urbano requiere, de hecho, un flujo continuo y exponencialmente creciente de recursos y energía, que sin embargo no son ilimitados. Además, el calentamiento global puede cambiar definitivamente el entorno de nuestras ciudades y constituir precisamente esa mutación fatal de las condiciones de las que depende nuestra supervivencia. Por eso se ha vuelto vital devolver la naturaleza a nuestro hábitat. Las ciudades del futuro ya sean construidas desde cero o renovadas, deben transformarse en fitópolis, lugares donde la relación entre plantas y animales se acerque a la relación armoniosa que encontramos en la naturaleza. No hay nada de mayor importancia que estopara el futuro de la humanidad.